Por Rafael Guardiola Iranzo
Publicado en La Opinión de Málaga el 16/01/2025
En el lejano invierno de 1978 tuve el inmenso placer de disfrutar de la puesta en escena, en el legendario Teatro de la Comedia madrileño, de la propuesta de Lindsay Kemp, ‘Flowers’, una brillante adaptación de la novela ‘Notre-Dame des Fleurs’ del inolvidable Jean Genet. Para el grupo de adolescentes que asistíamos por vez primera a una muestra de poesía visual de proporciones oceánicas y que dábamos nuestros primeros pasos en el mundo del teatro de la mano de Nancho, uno de los profesores más entusiastas del centro en el que estudiábamos el bachillerato, la experiencia fue una especie de rito iniciático. Fue la auténtica fundación del ‘Laboratorio Experimental de Teatro Grumo de Peyote’. Nos fascinó la provocación, los vaivenes de la tragedia a la comedia y, sobre todo, el protagonismo alcanzado por el arte como objeto del propio arte, así como la belleza descarnada y encarnada en la danza, el cabaret, la pantomima y la magia solemne de la música del espectáculo. Me imaginé esa noche asido a la obra total con la que soñaba Wagner, crecido, «más que humano», en el borde del precipicio abismal y majestuoso de lo sublime. No tenía nada que temer y mucho que gozar.
Pero la pandemia de Covid-19 puso las cosas en su sitio. El filósofo Santiago Alba Rico lo dejó escrito en un lúcido artículo titulado ‘¿Esto nos está pasando realmente?’ (ElDiario.es, 17 de marzo de 2020). Hasta ese momento «nunca una sociedad humana había vivido más fuera del mundo que la nuestra». Pero, de pronto, irrumpió lo real en nuestras vidas con toda su intensidad, dejamos de «contar con» las cosas, como diría Ortega, perdimos el privilegio de pensar que los males solo afectaban a los otros –y que podíamos mirar para otro lado-, así como el consuelo de las estructuras y respuestas sociales automáticas, interiorizadas gracias a la tecnociencia y el mecanismo cognitivo de la habituación. Ya no estaba claro que al abrir un grifo saliera agua o que pudiéramos sacar dinero de un cajero. Constatamos la cruda existencia de una distancia entre el mundo y nosotros en la que no habíamos reparado salvo en experiencias ocasionales como el dolor (donde «chocamos con el límite interno de nuestra propia vida») o el amor (gracias al que nos recuperamos tras perdernos en el cuerpo del otro). No podíamos escapar del mundo real y, encima, era algo que nos estaba pasando a todos los humanos y al mismo tiempo. Tengo la impresión de que no aprovechamos debidamente la oportunidad, como sugería Santiago Alba.
Y resulta que el 8 de diciembre pasado salí del Teatro Cánovas de Málaga con un nudo en la garganta. Acababa de ver la obra ‘Hay alguien en el bosque’ y se me vino la realidad encima. No podía tragar las experiencias de daño que relata este reportaje dramatizado del horror que sufrieron las mujeres violadas en Bosnia de 1992 en un contexto bélico de odio extremo y limpieza étnica, al tiempo que se celebraban los fastos de la Olimpiada de Barcelona, el Quinto Centenario y la EXPO de Sevilla con su ‘Curro’ idiota y multicolor. Con siete intérpretes en escena –una escena austera y didáctica- y una música interpretada en directo con gran acierto, el equipo multidisciplinar formado por la Compañía Teatre de l’Aurora y el colectivo Cultura i Conflicte nos sitúa frente a nuestro propio espejo a través del relato de los supervivientes –mujeres violadas y los hijos nacidos de la violencia- en una sobria ficción documental. Se trata de que el daño no quede en el olvido. Dicen, que para que no se vuelva a repetir el reinado de la violencia, la impunidad, el silencio y, en particular, el uso del cuerpo de las mujeres como instrumento de guerra (entre 25.000 y 50.000 niñas y mujeres fueron violadas en Bosnia hace tres décadas dentro de la estrategia de limpieza étnica). Nos cuenta también lo que ha sucedido con la segunda generación de víctimas, los hijos de las víctimas, convertidos muchas veces en verdugos. No es difícil extrapolar el reportaje a Gaza, Ucrania, Siria o Líbano, por ejemplo. Lamentablemente, hay demasiados agentes en nuestro tiempo que dificultan o impiden la deglución. No obstante, no olvidemos que la disfagia, la asfixia y el dolor son nuestros, son humanos.
Como nos recuerda el filósofo Carlos Thiebaut en el capítulo 5 del libro ‘En torno al arte. Estética, historia y crítica’ (2023) titulado ‘La atención en la experiencia del daño’, los procesos y dispositivos sensoriales creados por el artista –por ejemplo, los de Goya en sus Desastres- generan con su innovación el desplazamiento de nuestros sentidos hacia una forma de ‘atención’, una manera de captar la realidad que desvela sin tapujos el horror y la devastación moral provocados por la violencia y la crueldad de las acciones humanas. Afortunadamente, la experiencia del daño tiene aquí, en los Desastres o en ‘Hay alguien en el bosque’, un contenido estético y moral y nos incita al cuidado, al acompañamiento, a acudir en ayuda de la víctima. La atención-cuidado puede tener un efecto liberador para víctimas y receptores de la obra artística, en la senda de la catarsis aristotélica. Lo importante es frenar la anestesia de la desatención. En cualquier caso, para ello es imprescindible la comprensión moral del daño, incluso una teoría filosófica rigurosa sobre la atención del daño, para no empezar a mezclar conceptos, hacer largos listados de quejas, y acabar reducidos a reptiles, doblegados por la visceralidad de la amígdala cerebral, relacionada con las emociones. No solo somos dolientes. Somos cerebros dolientes que elaboramos el significado de los dolores propios y ajenos.
Desde la perspectiva de las víctimas, nos dice Carlos Thiebaut, la experiencia del daño tiene dos momentos: la conmoción inicial, en la que se constata la destrucción del mundo en el que vive la conciencia y la pérdida de confianza en dicho mundo, y la incapacidad de comprender el significado de lo sucedido, desde el punto de vista racional y emocional. El superviviente quiere saber por qué le ha tocado ser víctima y muchos pensamos –salvo los verdugos, tal vez- que la experiencia del daño es algo que no debería haber sucedido jamás. Hay que llamar la atención, sacudir las conciencias, alumbrar conceptos realmente humanos. Gracias a las manifestaciones artísticas y la atención-cuidado, como en el caso de una representación teatral, el espectador puede irrumpir en el conflicto entre la víctima y los individuos o instituciones que encarnan el victimario, cuidando, atendiendo a los supervivientes con vocación de remedio, como un intérprete, mediador cultural y gestor de respuestas empáticas. Por el contrario, el espectador que se desentiende de la experiencia del daño, que mira para otro lado, se convierte en cómplice e incrementa la intensidad del mismo. Lo mejor es que se duerma.
No obstante, los músculos de mi garganta entran en tensión también al pensar que «la víctima es el héroe de nuestro tiempo», como defiende el profesor de literatura comparada de la Universidad de Bérgamo, Daniele Giglioli en su Crítica de la víctima (2014) desarrollando tesis que argumenta, entre otros, el filósofo francés Pascal Bruckner en ‘La tentación de la inocencia’ (1995). La sociedad contemporánea está muy enferma. Y el individualismo, la tiranía del yo, que nos anima a ejercer la irresponsabilidad perpetua que atesora la inocencia, tiene dos pilares fundamentales: el victimismo y el infantilismo. Por el todo social, convertido en una entidad donde conviven víctimas y culpables, se arrastran multitudes amorfas de autoproclamados mártires. También son inmaduros perpetuos, pseudo-jóvenes despreocupados e ignorantes consagrados como héroes por el consumismo y el éxtasis de la diversidad.
Para no incurrir en los excesos del moralismo apocalíptico e impedir que me acusen de incitarles al suicidio, brindo con ustedes por la tragicomedia, practicando la atención-cuidado, por la provocación, la rebeldía y el protagonismo del arte como objeto del propio arte, así como por la belleza descarnada y encarnada en la danza, el cabaret, la pantomima y la magia solemne de la música. Celebremos la vida en el espectáculo inmensamente fértil de una existencia sin reflujo gastroesofágico. ¿Esto nos está pasando realmente?