Un 25 de julio de 1992, a las 10 de la noche, un hombre de pie, subido a un podio, un hombre que se sabía observado por miles de millones de personas en todo el mundo, dijo: “Quiero leer la carta que he recibido del secretario general de la ONU en la que me pide que haga un llamamiento público para el cumplimiento del acuerdo de paz del 17 de julio sobre una tregua en la antigua Yugoslavia”. Ese hombre era el alcalde de Barcelona Pasqual Maragall,ese lugar era el Estadio Olímpico de Montjuic, y en ese momento estaba inaugurando una de las más brillantes exhibiciones de confianza en el futuro de la historia reciente de este país, los Juegos Olímpicos de Barcelona. En su discurso, Maragall reclamó que se cumpliera la tradición de la tregua olímpica “como una demostración de sentido común y de comportamiento cívico”. Pero no la hubo y mientras Barcelona y el resto del país vivía la fiesta de las medallas, en Bosnia-Herzegovina hacían otro recuento muy distinto, el de los muertos y los heridos de una guerra que había comenzado unos meses antes y que se convertiría en un genocidio.
'Hay alguien en el bosque' recupera la voz y la memoria de aquellas niñas y mujeres que fueron violadas como un arma de guerra
Esos dos planos simultáneos conviven y definen el marco de la historia que nos ocupa, Hay alguien en el bosque, una obra que recupera la voz y la memoria de aquellas niñas y mujeres —entre 25.000 y 50.000— que fueron violadas como un arma de guerra, igual que las mujeres ucranianas a manos de los soldados rusosahora, hoy. La obra, producida por Cultura i Conflicte y el Teatre l'Aurora, se estrenó en 2020 en el Festival Temporada Alta de Girona, pasó por el Teatre Nacional de Catalunya y se puede ver estos días en el Teatro de La Abadía de Madrid, con dirección de Joan Arqué, dramaturgia de Anna María Ricart Codina y un reparto formado por Ariadna Gil, Chantal Aimée, Òscar Muñoz, Magda Puig, Judit Farrés, Pep Pascual y Erol Ileri, que no solo interpretan a esas mujeres, también a las hijas e hijos nacidos de esas violaciones e incluso a criminales de guerra. Es teatro, pero no solo.
La mujer está sentada sobre un trozo de césped en pendiente, un espacio que luego se llenará de árboles y será un bosque. Tras ella, un instante antes, tres frases proyectadas en una pantalla con fondo azul: “Esto ocurrió. Esto les ocurrió. Esto nos ocurrió”. La mujer lleva un arma en la mano, se levanta y pregunta: “¿Tengo que mirar a cámara? Me llamo Nevenka. Queréis escuchar mi historia, claro. Habéis venido para eso. Me da vergüenza explicar aquello”. Y Nevenka, a la que interpreta Ariadna Gil, empieza a contar su historia a un interlocutor que ya no es un técnico, sino el público, pero a su relato se incorporan los de Milica y Meliha. Las tres, supervivientes. Las tres, violadas como parte de una estrategia de limpieza étnica: Nevenka, bosnia de origen croata; Meliha, bosnia musulmana, y Milica, bosnia de origen serbio.
A sus historias se suman también las de Alen, Ajna y Lejla, tres jóvenes nacidos de esa violencia sexual. Y la de Duško Tadić, acusado de crímenes contra la humanidad por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia, crímenes que niega en escena, crímenes que dice desconocer. Y la de un periodista español que narra cómo sacó del país el cuerpo de un compañero fotógrafo, asesinado a balazos, amigo de Ariadna Gil. Mientras él moría, ella estaba rodando una de las películas más importantes de su carrera, Belle Époque,Magda Puig se enamoraba por primera vez de un chaval llamado Joan y Chantal Aimée hacía una Medea con Irene Papas y Núria Espert. Todas las historias de esta obra fragmentaria y coral sucedieron, son reales, a pesar de que el punto de partida de este proyecto fuera una ficción.
Entre 1992 y 1994, la escritora croata Slavenka Drakulic viajó a los campos de refugiados de la frontera entre Bosnia y Croacia para recoger los testimonios de muchas mujeres que habían sido víctimas de violaciones durante la guerra. Fruto de esas entrevistas nació la novela Como si yo no estuviera (Anagrama), publicada en 2001. “A mí me pasa esa novela el director Joan Arqué para que vea la posibilidad de hacer una adaptación teatral”, explica a este diario Anna María Ricart Codina, “pero en 2018 organizamos un viaje a Bosnia para documentarnos, al que se sumó la periodista Teresa Turiera, un fotógrafo, una ilustradora, gente de teatro… Tras ese primer viaje, hicimos otros siete, y después de hablar con mujeres víctimas de violación y con asociaciones, decidimos que teníamos un material tan importante que dejamos de lado la adaptación de la novela para montar un proyecto propio con tres patas: una obra de teatro, una exposición de fotografía y un documental”. La película, dirigida por Teresa Turiera y Erol Ileri,titulada como la obra, se puede ver en Filmin y sigue en su entorno cotidiano a Nevenka, Melica y Miliha. La exposición acompaña a la obra (en el exterior de La Abadía, en el caso de Madrid) con paneles con fotografías y testimonios en primera persona, junto con unas sábanas blancas tendidas como homenaje a las mujeres que no sobrevivieron y como recuerdo de esas otras que los ciudadanos de Sarajevo colgaban en los cruces para dificultar su labor a los francotiradores. Ya dijimos que esto no solo era teatro.
Ricart, que trabaja en la actualidad en la adaptación de La madre de Frankenstein, de Almudena Grandes —se estrenará la próxima temporada en el Centro Dramático Nacional y después en el Teatre Nacional de Catalunya—, articula en Hay alguien en el bosque una dramaturgia en 15 escenas y un epílogo, una pieza de teatro documento de estructura ágil y fragmentaria en la que se reproducen de forma literal los testimonios de las mujeres e hijos a los que entrevistaron en el proceso de documentación e investigación de la obra: “Mi papel de dramaturga ha sido el de ordenar sus palabras, me parecía que hemos visto tantas guerras que nos hemos inmunizado y creo que escuchar hablar a estas mujeres y a estos jóvenes era necesario para que la gente empatizara”.
Ricart conserva sus dudas, sus titubeos, sus errores de memoria y esa tensiónentre querer compartir su experiencia para que no se olvide y la de no querer hablar de ella porque sigue siendo insoportable. Pero a esos relatos, apabullantes por sí solos y el principal activo de esta obra, añade las experiencias de los propios intérpretes, por eso de acercar al público un episodio de hace más de 30 años y perseguir su empatía a través de ese paralelismo entre la fiesta olímpica y el drama humano. Nada que objetar, pero frente a los testimonios sobrecogedores de estas mujeres, lo cierto es que no tiene demasiado interés saber qué hacían los actores en el 92 y qué sabían de lo que estaba sucediendo, pregunta que se traslada de forma implícita al patio de butacas.
El director del montaje, Joan Arqué, dota a los intérpretes de una presencia austera, respetuosa, contenida, sin escándalo lacrimógeno ni pornografía emocional, con actuaciones excesivamente distanciadas en algunas ocasiones, como esa escena en la que el periodista Eric Hauck, interpretado por Óscar Muñoz, narra la muerte del fotoperiodista Jordi Pujol Puente, explicada más como una aventura que como un drama. O esa otra, larguísima también, en la que el músico Pep Pascual, que construye un universo sonoro hermoso durante todo el montaje, relata cómo estuvo tocando durante horas con su banda mientras esperaban la llegada de la antorcha olímpica.
Hay algo de teatro de objetos (solo al principio), imágenes en pantalla, música electrónica y humor negro con coreografía incluida. Y hay, y por eso es importante esta obra, un claro esfuerzo por visibilizar la tragedia de estas mujeres que, como señaló Teresa Turiera en la presentación del montaje, “son supervivientes de la guerra y víctimas de la paz, llevan 30 años completamente olvidadas por las instituciones internacionales y locales, denostadas por la sociedad en la que viven, estigmatizadas y, en muchos casos, rechazadas por sus propias familias”. Un dolor y una tragedia que nunca estuvieron sobre la mesa de los grandes organismos internacionales, como reconoce Carlos Westendorp, que ostentó en 1997 el cargo de alto representante de la comunidad internacional para Bosnia-Herzegovina, en una conversación con Teresa Turiera en 2019, que se reproduce en pantalla: “(Teresa Turiera) Estoy trabajando en un documental sobre las mujeres que fueron violadas durante el conflicto y los hijos que nacieron de estas violaciones. Según las cifras, hubo entre 25.000 y 50.000 mujeres violadas durante la guerra de Bosnia y querría saber si... (Carlos Westendorp) ¿50.000? (Pausa.) Si quieres que te diga la verdad, este tema nunca estuvo en el orden del día en ninguna de las reuniones a las que asistí, nunca”.
Ricart conserva sus dudas, sus titubeos, sus errores de memoria y esa tensiónentre querer compartir su experiencia para que no se olvide y la de no querer hablar de ella porque sigue siendo insoportable. Pero a esos relatos, apabullantes por sí solos y el principal activo de esta obra, añade las experiencias de los propios intérpretes, por eso de acercar al público un episodio de hace más de 30 años y perseguir su empatía a través de ese paralelismo entre la fiesta olímpica y el drama humano. Nada que objetar, pero frente a los testimonios sobrecogedores de estas mujeres, lo cierto es que no tiene demasiado interés saber qué hacían los actores en el 92 y qué sabían de lo que estaba sucediendo, pregunta que se traslada de forma implícita al patio de butacas.
Hay alguien en el bosque se estrenó también en el Teatro Nacional de Sarajevo, en el ZKM Theatre de Zagreb y en Slovensko Mladinsko Theatre de Ljubljana en noviembre de 2021, “como forma de devolverles la generosidad que tuvieron de contarnos sus historias”, explica Ricart, “pero ellas estaban más interesadas en vernos a nosotros que la propia obra. Solo vino una de las tres”, quizá porque, como dice Nevenka al final de la obra, “todavía tengo miedo, es así, no puedo hacer nada. Siento que todavía hay alguien en el bosque”.
Hay alguien en el bosque. Autora: Anna María Ricart Codina. Dirección: Joan Arqué. Intérpretes: Ariadna Gil, Chantal Aimée, Òscar Muñoz, Magda Puig, Judit Farrés, Pep Pascual y Erol Ileri. Hasta el 2 de abril en el Teatro de La Abadía.