Meliha Merdjic tenía 13 años, el ejército serbio entró en su casa, violó a las mujeres y asesinó a los hombres. A Milica Dekic la retuvieron las tropas croatas en un centro de violaciones y torturas con otras 20 mujeres, conocía a sus agresores. Nevenka Kobranovik fue violada durante la guerra, su marido la siguió violando al volver la paz. No pudo llevar su caso ante la justicia. Le faltaron pruebas.
La guerra no tiene rostro de mujer, la paz tampoco. No es más que una máscara. A 25 años de los acuerdos de Dayton, que pusieron fin a la guerra de los Balcanes, miles de mujeres viven una paz rota. Se estima que entre 25.000 y 50.000 fueron violadas de forma sistemática, resultado de una crueldad exponencial: la limpieza étnica unida a la exhibición —brutal e impune— de poder patriarcal. Tras dos décadas y media de paz, la guerra continúa. Su nueva máscara lleva los labios cosidos. Las mujeres que sobrevivieron a la violencia sexual se enfrentan ahora a la censura y al silenciamiento. El desamparo es múltiple. Negligencias judiciales, compensaciones económicas ridículas o inexistentes, recursos psicoterapéuticos insuficientes y, muchas veces lo más doloroso, lo más extenuante, el estigma. La mirada, el desdén, el olvido. La marca. Sobrevivir a una violación no significa dejar atrás el dolor. Las lógicas de poder que permiten la agresión siguen operando antes, durante y después de esta.
El síndrome del miembro fantasma es un término neurológico aplicado a pacientes que, tras una amputación, sienten molestias o sensibilidad en el miembro ausente. También se le llama dolor fantasma. Parece imposible que algo que ya no existe pueda seguir doliendo. Es difícil entender la lógica por la cual el vacío, la nada, la ausencia, se convierten no solo en canales sino en fuentes de dolor. La violación sigue unas pautas parecidas, se rige por normas fantasmales. El dolor no se reduce al acto de la agresión. La anulación física se extiende más allá de su cerco temporal, reverbera y se repite a través del espacio. Como ese miembro inexistente, la violación deja una herida imperceptible, imposible de medir bajo los parámetros cuantitativos, reduccionistas y tramposos del régimen visual. No ataca directamente al cuerpo, sino más allá de este. A la identidad. A la consciencia. A ese terreno pantanoso y complejo, compuesto a la vez por lo material y lo simbólico, mediante el cual nos posicionamos en el mundo y tratamos de explicarnos ante este. Ahí es donde supura la herida fantasma.
Decir que la violación duele más allá del cuerpo no significa que el cuerpo quede ileso. Es a través de lo corporal que sentimos las amputaciones de la consciencia. La violencia sexual cercena la percepción de lo que somos, de lo que podemos proyectar. Esta escisión psíquica empieza con la imposición de un nuevo nombre, un nombre que no pedimos y que no queremos llevar. El único que prevalecerá tras sobrevivir. Víctima. Escrita sobre la piel, la palabra se adhiere a su portadora, espesa, pesada, como una argamasa de piedras y vísceras. Convertirse en víctima es un proceso pegajoso e incapacitante. Borra cualquier esbozo de autonomía, propiedad o entereza, y raramente ofrece recursos efectivos para lidiar con el dolor y la incomprensión. Víctima es una identidad impuesta, una interpelación que desfigura el rostro en el que penetra. Devora los nombres que antes tenías, los anhelos, las ideas; debes renunciar a ellos para convertirte en esa chica a la que…, esa mujer a la que… El quién desaparece, el qué ocupa su lugar. Dejas de ser Tú y te conviertes en Aquello, esa cosa terrible que te hicieron, a ti, a ella, a tantas.
A 25 años de los acuerdos de Dayton, se estrena Encara hi ha algú al bosc (Hay alguien en el bosque). Bajo la dirección de la periodista Teresa Turiera-Puigbò y el realizador Erol Ileri, el documental nace como un acto de resistencia colectiva. Las voces de Nevenka, Milica y Meliha, tres mujeres violadas en la guerra de los Balcanes, rompen la contención del silencio. Hablan de cómo la agresión y el recuerdo se retuercen en un mismo punto, tan difíciles de separar. De cómo la violencia se reencarna constantemente. De cómo el miedo silba por los descosidos de la consciencia. Sus testimonios trazan un recorrido por los laberintos del trauma. “Siempre vuelve ese miedo”, sentencia Nevenka. “Todavía no ha salido de mi cuerpo. Es así”.
No somos más fuertes cuanto menos miedo sentimos. Vivir sin miedo es difícil, imposible, incluso peligroso, cuando tu cuerpo está expuesto, de forma estructural, a la violencia. Sí somos más fuertes cuando encontramos caminos para atravesar las escurridizas topografías del miedo. Cuando le damos palabra e imagen a ese bosque interminable y, en lugar de censurarlo, nos preguntamos qué podemos hacer con él. Adónde podemos llegar. A quiénes podemos conocer en el camino. El dolor fantasma no desaparece tras la amputación, pero nombrarlo es una forma de nombrarnos a nosotras mismas. De reconocernos en ese rostro que ni la paz ni la guerra poseen, y que no podrán borrar.
Amanda Mauri es investigadora feminista. MSc en Estudios de Género por la London School of Economics.